Tres georgianos comparten sus impresiones ante uno de los hechos clave en la historia del Saint George’s College: la incorporación de las mujeres a sus aulas, un hito que cumple 50 años de historia. Tres georgianos que, de más está decir, coinciden en destacar el extraordinario aporte que hicieron ellas en cuanto a transformar una cultura masculina.
En el colegio, recién instalado en La Pirámide, abundaba la tierra, los árboles eran tan escasos como el césped, y las instalaciones eran más bien sencillas, acaso modestas. La naturaleza y el progreso suelen tomarse un tiempo, pero todo adquirió color cuando llegaron ellas, las mujeres, en 1971. Fue un verdadero cimbronazo para todos esos hombres que se entretenían jugando a la pelota, a las bolitas, al caballito de bronce y todos esos juegos bruscos y arriesgados propios de una etapa de la vida en que suben los niveles de testosterona y el corazón se indisciplina.
“Éramos unos trogloditas, unos brutos, agarrándonos a combos y todo eso que se ve en los colegios de hombres, esa es la verdad”, nos dice José Tomás Allende, de la generación del 78, quien en pocas palabras destaca el impacto que supuso la llegada de las niñas:
“Fue maravilloso para todos. Todo cambiaba; todos queríamos conocerlas, integrarlas a las fiestas, nos enamoramos de ellas… Yo tenía 13 años y estaba encantado, pese a que tengo hermanas chicas. Eran apenas dos compañeras, pero igual se convirtieron en las estrellas y contribuyeron a civilizarnos”, agrega.
Y todo fue más entretenido porque “el corazón de muchos empezó a tener alteraciones”. De hecho, Javier Vergara, de la generación del ’82, destaca así la importancia que tuvo tal hito en su vida personal: “Conocí a quien sería mi esposa cuando, yo estando en segundo medio, pasamos a trabajar en el Centro de Alumnos. Ella se llama Bernardita Mayo y tenemos cinco hijos; tres mujeres y dos hombres, todos georgians”.
Todos coinciden en que la llegada de las mujeres fue una de las mejores decisiones que tomó el colegio en toda su historia. “Fue maravilloso porque nos abrimos a la diversidad, a algo distinto, que proponía una motivación positiva en la interrelación humana y académica”, sostiene Jorge del Río, de la generación del 72, quien agrega enseguida que un cambio de estas características implicó un “desafío grande para el trato cotidiano”.
Fue especial, “un acierto sin duda en traer al interior del colegio la manera cómo en la realidad interactuaba el mundo de afuera”, agrega Jorge. Por de pronto, la inclusión de las mujeres comportó una transformación cultural oportuna en muchos hombres que, con el tiempo, empezaron a ver el sistema de educación tradicional segregado por sexos como algo casi antinatura, un atavismo impropio para la era contemporánea. Así lo cree Javier Vergara, de la generación del ’82.
“Me tocaba varias veces asistir a graduaciones en colegios no mixtos y aquella segregación por sexo me parecía incomprensible, inexplicable. Ya no puedo entender el mundo así. No creo que un sistema deba ser así porque la vida afuera no es así. Además, en casa éramos seis hermanos, y las tres más grandes eran mujeres. Para mí, como abogado, fue normal tener jefas mujeres, socias mujeres, compañeras mujeres… y es un factor de enriquecimiento, más cuando vemos las enormes habilidades de ellas. A mí me asombra que puedan hacer varias cosas a la vez”, agrega Vergara, quien recién vino a tener compañeras mujeres en tercero medio, “y eran sólo cuatro compañeras”.
Sin embargo, todos reconocen que no debió ser fácil para sus compañeras el hecho de incorporarse a un colegio con una larga tradición masculina. José Tomás Allende no recuerda “situaciones de violencia ni maltrato. No habría podido tolerarlo. En algún minuto me enojé mucho ante una discusión fuerte, pero no más que eso, pues generalmente las mujeres se hicieron nuestras partners. Nos dominaron”, afirma.
El caso de Javier Vergara fue un poco distinto: “En mi curso las mujeres llegaron cuando estábamos en tercero medio, y eran sólo cuatro, como decía antes, pero en el curso veníamos desarrollando una lógica mixta porque interactuábamos con compañeras de otros cursos en la Pastoral, en lo deportes, etc. Una de ellas se fue después de un año. No aguantó esa cultura de hombres donde hay bromas pesadas, cosa que ayudó a otras compañeras a forjar un carácter especial. Cuando nos juntamos con Pía Silva, gran compañera nuestra, le digo ‘oye, tú no eras tan simpática en el colegio, y ella responde ‘no poh, si me tenía que defender’. En el fondo desarrolló así su sistema de defensa”.
Pero todas ellas fueron pioneras, creen los entrevistados para esta nota. “No tienen que pedir permiso por ser mujeres, tienen una gran capacidad de situarse en los ámbitos en que se desenvuelven y siempre se desarrollan muy bien y destacan por sus habilidades”, subraya Vergara, quien recuerda a esas compañeras que marcaron a su generación: “recuerdo a Andrea Guzmán, que falleció hace poco; Andrea Huneeus, destacada en la sexología; Marcela Fernández, que destaca en materia medioambiental; Lo mismo con la Cote Varela, o Carolina Galaz, que tiene la fundación La Caracola, trabajando artísticamente con niños con cáncer; la Vanessa Miller, Mónica Pérez, Florencia Larraín, etc”.
José Tomás Allende también tiene sus nombres: “Maria Eugenia Peigneguy, Valentina Kappes, Sofía Jorquera, Soledad Gaete… no sé de cuáles de ellas me enamoré. Gina Raineri es otro caso. Ella se casó con un amigo mío, Pablo Ayala, y yo mismo los presenté. Ella es una mujer extraordinaria”.
“Para mí las georgianas son las mejores de la historia. Fue un honor haber explorado el mundo con ellas en una época compleja y de grandes cambios en Chile, y gracias a esa experiencia pude desarrollar un nivel de empatía y de sensibilización frente a las necesidades de las personas”, concluye.