CARTA DE LA HIJA DE DON HECTOR PARA LA COMUNIDAD GEORGIANA
Me he pasado en fin de semana huyendo de esta hoja en blanco, viendo con los ojos ardidos y rojos, pasar las horas buscando algún cambio en el techo de mi habitación sin poder encontrarlo. El día que tanto temí llego por fin y aún estoy aturdida, sintiéndome suspendida en el frio que siento por primera vez desde que volví a Santiago, como si no tuviera nada que ver con este invierno chileno, sino con el vacío que todo lo llena, agigantando por la partida de mi padre.
Muchos de los que lean esto pensaran que es solo la lógica pena de su ausencia, pero es más que eso, los que me conocen un poco más saben que mi padre era mi mundo, mi cable a tierra y el hombre de mi vida, y que compartimos un vínculo profundo desde siempre. Tan profundo que el primer recuerdo de mi existencia es justamente de él. Esa imagen que tengo grabada en la cabeza, es la típica del padre que tiene a su hija pequeña subida en sus zapatos mientras la levanta, es mi primer recuerdo, en mi inconsciente quedo grabada a fuego para siempre su sonrisa y su mirada dulce de alegría viéndome con amor mientras el sol le enmarcaba la espalda. Quedo para siempre en mi memoria la convicción de que mi padre siempre sería más fuerte y grande que yo, y dulce como nadie que haya conocido. Todos aquellos que me buscaron, me enviaron sus mensajes, me llamaron o intentaron hacerlo sin que haya podido responderles a todos saben esto mismo, él siempre fue un hombre dulce, un alma buena y una sonrisa persistente inclusive en medio del cansancio y los problemas, y como sé que lo saben, estuvieron presentes. No me sorprende que tantos hayan compartido este momento amargo de dolor con mi familia y conmigo, a nuestro lado o en la intimidad de sus familias, nunca conocí a nadie que le conociera y no le quisiera. Mi padre nunca paso indiferente.
Por mis propias decisiones he conocido diversos niveles de infierno y oscuridad, siempre supe que no estaba preparada para este momento, que nada que viviera me haría experimentar el sentimiento de vacío tan fuerte que vivo ahora y si bien, sé de forma lógica que no estoy sola, la sensación de mi alma es la de la orfandad completa, porque mi padre no era solo un ser de luz como me han dicho en estos días, para mí él era el sol, yo me nutria de su luz, y sé que él será como todas las estrellas, que aun después de su muerte iluminaran el cielo por cientos de años por venir.
Don Hector con la polera que le firmaron los jugadores de Old Georgian's Rugby
Las últimas dos semanas fueron precisamente eso, la muerte de una estrella brillante que la muerte comenzó a apagar desde antes, en un proceso acelerado y repentino, siendo tan terrible que lo habría entregado a la muerte por mi propia mano, si no fuera porque me importaba más su voluntad que mi dolor, porque su voluntad era una, estaba en manos de su Dios y espere pidiendo a los míos que lo libraran de su dolor. La mañana de su muerte lo vi parado a los pies de mi cama con una sonrisa dulce y supe que se había ido. Mientras lo afeitaba esa mañana después de que mi hermana lo vistiera, como lo hice cada semana desde hace dos años, le dije que era tan católico que se fue el día de su virgen, que había venido por él para librarlo del dolor. Ese 16 de julio es también su santo, porque mi padre se llamaba Héctor del Carmen. Me quede a su lado hasta que llego la gente de la funeraria, tomándole la mano, sintiendo como el calor escapaba de su cuerpo, y el frio entraba en los dos. Le di todos sus mensajes a medida que llegaron, le hable hasta el final. Mientras acomodábamos su cuerpo en el ataúd lo vi con calma y antes de cerrar lo besamos por última vez. Cuando lo pusieron en la carroza, camine delante de ella hasta llegar al lugar donde lo velamos, sin querer y solo por la mala costumbre de pensarme históricamente y solo porque soy muy profesora de historia, recordé los tiempos de la peste, pensando que seguro me vería igual caminando por las calles vacías, hasta que recordé que esta vez no es la peste, pero es pandemia lo mismo. Al llegar tome el ataúd de mi padre para colocarlo donde seria velado junto a tres personas más que lo amaron, yo fui la única mujer, pero nadie se atrevió a apartarme de mi padre.
He sido privilegiada en poder velar a mi padre sin restricciones, rodeada de su familia, sus amigos y sus vecinos como él quiso, en una noche fría, pero tranquila, sin que nadie perturbara nuestro dolor y acompañándolo, buscando iluminar su camino con nuestro amor, de la misma forma que sus vecinos iluminaron las calles aledañas con velas en medio de la noche. No volví a mirarlo más, no quería que ninguna otra imagen que no fuera la que tengo de él en mi corazón, se quedara en mi mente. Vele su cuerpo toda la noche, sin mirar otra vez su cara. Las horas pasaron de alguna manera sin que las recuerde mucho, hasta que el día apareció y nos fuimos al cinerario La Recoleta, donde una amigo cura dio un responso por su descanso. Fue uno bonito, sin límites de asistentes, rodeado de rosas blancas y una corana con un chuncho, porque fue azul hasta su muerte.
Mi padre y yo encontrábamos un punto de unión en lo sagrado sabiendo que la fe es una casa de muchas habitaciones, y aunque no compartíamos la misma me quedo con las palabras del párroco, que nos recordó a todos, que para los católicos y cristianos el día de la muerte no es uno de desdicha sino uno de felicidad, porque es el día donde se reúnen con su creador en la vida eterna, y yo me quede con ese sentimiento en el corazón. Luego de la ceremonia nos fuimos mi familia y yo al cementerio católico que está justo al lado, con todas las flores que ustedes enviaron y que no estaban permitidas en el cinerario, para otros difuntos. Yo tome unos seis arreglos y me los lleve a la parte más antigua y olvidada del cementerio, en donde entre a los mausoleos dando las buenas tardes, desarmando los arreglos y dejando las flores a otras personas que no conocí pero que compartieron también la fe de mi padre, diciéndoles que mi padre llegaba hoy, que fueran a saludarlo. Tal vez pensaran que estoy muy loca o que el dolor me hace insensata, lo cierto es que es mi conducta habitual, los cementerios son para mi lugares de paz y también de tristeza, pero jamás de miedo, y tengo la seguridad de que los muertos oyen nuestros pensamientos, como tengo la certeza de que mi padre me cuidará desde la otra vida, como su padre cuido siempre de él.
Ahora me he quedado en silencio, con un suspiro tembloroso entre un latido y otro, empezando a vivir como vivimos las gentes de historia el pasado, reviviendo cada recuerdo, sabiendo que el pasado es un presente continuo que sustenta nuestra alma y me quedo con todo eso, con las mil historias que vivimos juntos, las conversaciones, las travesuras, las tardes de juegos de mi infancia y la gratitud de que me criara libre y fuerte, de que con su amor me curara las heridas. Ahora tengo que descubrir cómo es la vida sin él, sin la mitad de mi corazón y la mejor parte, así me gustaba describirlo, mi padre fue siempre el rio del cual salió el arroyo que soy yo, la única paz que tengo ahora mismo es que papá murió en su casa y en su cama, rodeado de su familia y no la muerte ingrata de estos tiempos, en un hospital solo y sin quien le diera la mano. Hoy el mundo me parece menos bello sin él, pero saber que ya nada le duele me ayudará a aprender a vivir con su ausencia.