Nuestra querida Francisca Duarte nos compartió un profundo e impactante testimonio de lo que ha sido su enfermedad en la revista Paula.
No se lo pierdan ya que es un gran ejemplo de vida y resiliencia de la cual tenemos mucho que aprender.
“La primera vez que me embargaron fue el último sábado de noviembre del año pasado, dos días antes de que mi hija, Camila (18), diera la PSU. Ese día tocó mi puerta un relator, acompañado de dos hombres más, con cara de culpa. Habíamos alcanzado a guardar en cajas de cartón nuestros libros, discos y álbumes de fotos, que dejamos en la bodega de mi mamá, y un par de muebles que mi vecina accedió a esconder en su living. Durante tres horas, y mientras mi mamá lloraba, yo veía inmóvil cómo se llevaban toda mi casa. Comedor, refrigerador, lavadora, microondas, tostadora. Un juego de ollas, platos, cubiertos. Cremas, champú, un saco de dormir. Un mes después me embargaron de nuevo, pero esa vez no me dolió tanto. Tengo un melanoma grado 4, debo casi 50 millones en gastos a una clínica del sector oriente de Santiago y me van a embargar durante los próximos tres años si no logro congelar la deuda.
La primera alerta fue en marzo de 2014, luego de un PAP de rutina en el que mis hormonas salieron disparadas. Mi carótida estaba llena de nódulos, que me sacaron en la Fundación Arturo López Pérez (Falp) junto con la mitad de mi tiroides. Luego vino el fonoaudiólogo, la radioterapia y quimioterapia oral, los vómitos y la caída de mi pelo. Cuatro meses después estaba llena de nódulos de nuevo. Se seguían produciendo y nadie entendía por qué. El geriatra cubano de mi mamá nos recomendó probar otra alternativa: viajar a Cuba a atenderme en la clínica Cira García.
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‘¿Cómo estás durmiendo?, ¿cómo estás comiendo?, ¿qué es lo que está pasando en tu alma, en tu corazón?’, fueron las primeras preguntas que me hizo la oncóloga cubana, quien me atendió al día siguiente de solicitar una hora, sin exigirme rellenar ni un papel o un cheque adelantado. Ese día me indicó iniciar un tratamiento diario con factor de transferencia (derivado de leucocitos de donadores inmunes a receptores no inmunes, a través de células madre humanas y de carnero) y dormir, sin excusas, de 8 a 10 horas al día. También me enseñó a pincharme sola y me sugirió optar por una dieta alcalina de por vida. Dejé el azúcar, la sal, las harinas blancas, las carnes rojas y los colorantes. Salí de las pegas que no me gustaban y corté relación con amigos y parejas que no me aportaban.
14 días después aterricé en Chile con dos ciclos de 30 dosis cada uno. Comencé a pincharme cada tres días, a nivel medular: desde el coxis, tres dedos hacia arriba y uno hacia el lado. Luego de tres meses me realicé una ecografía completa en la Falp. De los 5 nódulos que tenía, no quedaba ninguno.
Durante 2015 y 2016 visité un par de veces un doctor, para realizarme exámenes de control. Era una mujer completamente sana.
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La segunda alerta fue en marzo de 2017. Un lunar carnoso en el cachete izquierdo de la cola que sangraba con el roce del calzón, y que la dermatóloga que me atendió recomendó sacar y biopsiar, junto a tres lunares más: uno en la nuca, uno en la pechuga y otro en el pie.
Semanas antes había contratado un seguro de salud en una clínica del sector oriente de Santiago. Eso me alivió. Como mucha gente, para ese entonces debía más de 20 millones de pesos en puros créditos, que destiné a salud, juicios de tuición y pensión alimenticia con mi ex marido, y viajes. Siempre acumulaba más y más deudas. Siempre llegaba en contra a fin de mes. Siempre era financiada o apañada por alguien.
20 días después del examen, un viernes, mientras hacía clases de inglés a un primero medio en el colegio Dunalastair, recibí un mensaje de mi dermatóloga por Whatsapp: ‘Hola Francisca, necesito que te vengas ahora a mi consulta. Los exámenes salieron malos’. Pensé: ‘Ok, salieron malos, ¡qué lata!, al menos los sacamos a tiempo’. Llamé a mi mamá para que me acompañara y nos juntamos allá.
‘Tienes un melanoma grado 4. Eso quiere decir que lo que sacamos es la punta del iceberg, y que debemos sacar hasta la cuarta capa de la piel. Hay que hacer una ampliación y realizar un estudio para ver cuántos ganglios están comprometidos’, me soltó la dermatóloga. Quedé atónita. ‘¿Me estái hueveando? Yo no tomo sol en el poto. ¿Qué estoy haciendo mal que me estoy auto castigando así?’, pensé. Quedamos en shock. Me enojé mucho. Sentí impotencia. Pensé en la Cami. Las posibilidades de la metástasis eran demasiado reales y tenía pavor de dejarla.
‘Esto es grave. Necesitamos operar el lunes, como máximo’, agregó el oncólogo, quien se sumó más tarde, ese mismo día. Cuando salí les escribí a mis amigos, un grupo de siete compañeros del colegio que ese mismo sábado estaban en el living de mi casa planeando cómo ayudarme de ahora en adelante. A mi hija le conté esa tarde. ‘Gordita, me sacaron un lunar y salió malo. Tengo un cáncer, me tengo que operar. Te vas a quedar esos días con tu papá’. Ella se enojó mucho. ‘¿Por qué todo de nuevo?, ¿por qué todo nos cuesta tanto?’, me dijo. A mi mamá le dijeron que tenía tres meses de vida.
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El lunes a mediodía entré a pabellón. La operación implicó sacar músculo, 26 ganglios y una cicatriz de 10 centímetros que hasta el día de hoy no cierra bien. Me quedé en la clínica hasta el jueves y días después recibí un llamado de mi doctor. ‘Lo que sacamos no es suficiente. El ganglio centinela está comprometido y si no hacemos una disección ganglionar el cáncer podría agarrar la pierna’. ¡Cresta!
También me realizaron un PET, un examen similar a una resonancia, pero más larga y específica, que observa tu cuerpo por capas. Tenía, además, un tumor en el pulmón, 93% de probabilidades de reincidencia del melanoma en los primeros tres años y los doctores me habían sentenciado a que nunca más podría hacer ningún tipo de ejercicio, estar muchas horas de pie o caminar a pies descalzos.
Siete días después estaba en pabellón de nuevo. Ya no tenía susto, tenía rabia. Esta vez me operaron por delante y todo lo que estaba agarrado al tumor, desde la cola hasta la ingle, salió. Y a cambio tenía un hoyo entre mi ingle y mi pierna que no me permitía recostarme de guata ni de lado del dolor. Cuando desperté, sentí unas corrientes en mi pierna izquierda, constantes, como si me estuvieran electrocutando.
Tengo poca conciencia de los 18 días hospitalizada que vinieron después. Me acuerdo de estar volada todo el día, sintiendo mucho dolor. Durante esos días la Cami durmió y se duchó en la clínica. Se iba de la clínica al colegio, del colegio al preuniversitario y del preuniversitario a la clínica. Nunca más se fue a dormir con su papá o con sus amigas, y dejó de salir los fines de semana. Mi grupo de amigos del colegio, mi legión de ángeles, se organizó en turnos de cuatro horas, durante el día y la noche, para cuidarme y contener a mi mamá y a mi hija.
El día que me dieron de alta no podía mover los pies ni levantarme. Tenía una neuropatía. Y, a diferencia de cómo entré a la clínica, ese día salí en silla de ruedas. Cuando volví a la Falp, los doctores me aseguraron que a ellos nunca les había ocurrido y que se trataba de una mala praxis.
Dos meses después llegó la primera cuenta de la clínica. Debía 26 millones y el seguro no me cubriría ni un peso, justificando que había una preexistencia que yo no había declarado. Faltan a la verdad y a la ética. La segunda cuenta sobrepasaba los 30 millones. Se nos vino el mundo encima. ‘¿De dónde voy a sacar esa plata?’, pensé.
Quise volver a Cuba.
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Mis amigos organizaron una Panchatón. Un evento musical en el local del marido de una compañera, que incluía música en vivo de tres bandas y una rifa, con premios recolectados o financiados por la OGA (Old Georgians Association, organización de ex alumnos del colegio Saint George’s). Ese día llegaron más de 100 personas y yo canté, en silla de ruedas, junto a mi grupo folklórico. En total, se reunieron casi 5 millones de pesos, que costearon mi pasaje y el de mi mamá, y los medicamentos. Los apoderados del curso de la Cami le regalaron el pasaje a ella.
Para las vacaciones de invierno llegué a Cuba en silla de ruedas. Me recibió un equipo conformado por una oncóloga, un neurólogo, una enfermera, un fisiatra, un sicólogo. Y un coach, cuya única función es animarte cada vez que quieres tirar la toalla. El día comenzaba a las 7 de la mañana. Nos tomábamos un taxi a la clínica y me recibía María de los Ángeles, una cubana que llevó mi silla los 21 días que estuve ahí. Durante la mañana me administraban mi tratamiento, el mismo factor de transferencia de la vez anterior, pero el triple de fuerte, seguido de una hora de ejercicios inmediata y obligatoria, para que el medicamento circulara, y 5 gotitas diarias de veneno de alacrán azul.
Durante la tarde, pasábamos cuatro horas en el mar haciendo ejercicios para mi pierna. Mete la pierna, saca la pierna, sube la roca, baja la roca. Y mientras acá me mandaban a hacer reposo, en Cuba me devolvían al hostal si es que llegaba desarreglada. ‘Hasta que tú no estés bien vestida, con tus ojos y boca pintada, yo no te atiendo, compañera. Tú te quieres, que yo no puedo quererte por ti. ¿Para qué tú te quieres volver a la cama, si las camas son para dormir? Durante el día haces el tratamiento y de noche te vas de rumba, te tomas un roncito y si tú logras hacer el amor con alguien, tanto mejor. ¿Tú sabes cuáles son los beneficios de un buen orgasmo? Son 46. Te limpia arterias, hígado y estómago, engruesa las arterias debilitadas, limpia el recto. Tú no te vas a morir. Esto va a ser estricto, pero vamos a reeducar las células de tu cuerpo y tú te vas a recuperar’, me dijo la oncóloga.
Paralelamente, le realizaron exámenes a la Cami. “Este cáncer es heredable”, me dijeron los doctores. Lloré al instante. “Compañera, no llores, la vacuna ya está hecha. La vacunamos ahora y ella no lo va a tener nunca en su vida”, agregó. A mi hija le quedan tres dosis. Está limpia.
Mi tratamiento y el de la Cami costaron, en total, un poco más de 2 millones de pesos. Y de Cuba me traje tres ciclos de inmunoterapia. En Chile, cada ciclo me salía 40 millones, no reembolsables. En Cuba, los tres ciclos me costaron un millón. Casi todo lo financié con lo que se había recaudado en la Panchatón. Luego de 21 días en Cuba, volví a Chile caminando con muletas.
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Los siguientes dos meses continué con mi tratamiento diario, siempre en contacto con el equipo de Cuba, quienes me atienden a través de llamadas por videoconferencia. Reemplacé las 4 horas de fisiatría diarias en el mar por una hora al día con una kinesióloga. Y, como no tengo sistema linfático en la pierna, necesito realizarme una hora de masajes de drenaje al día.
Volví a trabajar al colegio, pero duré una semana. La pierna no me dio para estar 10 horas al día parada. Tengo una pega que no puedo ejercer y, por ley de inclusión, no me pueden echar. Pero eres un cacho. ‘Deberías tomarte más licencia. Por los niños, por los papás’, me dijeron. En el fondo, es por ellos. Al medirme en discapacidad, había retrocedido un 48% de lo que había progresado. El ánimo se me fue a la cresta y mi siquiatra me recetó antidepresivos. Empezó la sicosis. Esto hay que pagarlo, vamos vendiendo la casa entera.
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He sacado el cálculo mensual. 5 mil en Eutirox (tiroides), 50 mil en Prosac (antidepresivo), 30 mil en Gabapentina y 30 mil en Tramadol (analgésico), 15 mil en Carbamazepina (para la neuropatía), 50 mil en parches de silicona para las cicatrices y 171 dólares en veneno de alacrán. A eso se suman 15 mil pesos por sesión en kinesiólogo y 10 mil pesos por sesión en masajes linfáticos, que debo realizarme de lunes a viernes, además de 80 mil pesos en siquiatra. Sobrevivir bien me cuesta 750 mil pesos, sin incluir ningún tratamiento para el cáncer y ninguna consulta con oncólogos ni neurólogos.
El primer castigo es la falta de sanidad. El segundo, el cáncer sistemático. Después de hacer prórrogas tras prórrogas de pagarés y apelar siete veces al seguro, la clínica -en la cual nunca más volví a atenderme- me ha propuesto pagar 30 millones de pesos como deuda final, a cambio de cancelar mi seguro, el que he seguido pagando sagradamente cada mes sin poder obtener ningún beneficio de él. Ni un examen de sangre. Perder el seguro implica un gasto de un millón y medio de pesos, cada tres meses, que es lo que cuesta el PET. Yo no tengo cómo financiar 6 millones anuales durante los próximos tres años. Llevo siete meses con licencia y sin sueldo, porque el Compin (Comisión de Medicina Preventiva e Invalidez) considera que faltan antecedentes para un reposo justificado. Cada mes recibo entre 88 y 122 lucas, salvo por el último, en el que por primera vez recibí mi sueldo completo, de 700 mil pesos.
Mientras tanto, le he puesto energías a mi Pyme, en la que vendo aceites de oliva y sales con especias, que me da un ingreso mensual de 150 mil pesos en promedio. He intentado participar de ferias gastronómicas, como lo hacía antes del cáncer, pero el dolor de la pierna es insoportable. La deuda sigue creciendo. Y mis amigos, mi legión de ángeles, me sigue financiando a través de una cadena de favores que me hace sentir culpable por ser tan afortunada.
Vivo de la caridad de mis amigos y de la OGA, que se están moviendo todo el día, y de mis alumnos y apoderados, y eso me avergüenza, aun cuando dicen que uno cosecha lo que siembra. Mis amigos me pagan el PET. La OGA me proporciona una canasta familiar mensual y un abogado, ex alumno del colegio. Ex apoderados me han obsequiado cheques de hasta 800 mil pesos, porque ‘tú lo vas a necesitar más que yo’, y otros han pagado una mensualidad del colegio de mi hija.
No tengo idea de lo que va a pasar en marzo. He solicitado al colegio evaluar la posibilidad de reasignar mis funciones, no soy capaz de estar parada tantas horas. Puedo adecuarme, hacer lo que me pidan. Me han amonestado por subir fotos en las que salgo bonita, bien, a Facebook. Por dejar que mis amigas se metan a la ducha conmigo, me maquillen y me saquen a un bar. ‘Capaz que lo está inventando’, porque no me veo lo suficientemente enferma. Ese es el tercer castigo, el cáncer social, y eso me hace autoboicotearme todo el tiempo.
Si eres rico, tu familia paga por ti. Pero si eres clase media, te vuelves invisible. No tienes beneficios del Estado y todo confabula en contra: seguros, isapres, clínicas, seguridad social. Eres un estorbo. La gente te borra de la lista. Se agota de ti, porque no estamos formados en una sociedad de empatía y solidaridad. Tú cáncer molesta e incomoda a tus amigos, a tu familia y a tu pega. Te vuelves invisible.
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En el PET que me realicé en octubre de 2017 salí limpia en cuello, pierna y pulmón. Pero en el que me realicé en febrero, volvieron a aparecer tumores en mi pierna izquierda, y ahora también en la derecha. Vives con miedo a que vuelva, pero de esto no me voy a morir. Estoy determinada a conseguir la sanidad. Pero de momento quisiera justicia y reinserción.
Justicia para no depender de mendigar a otra gente. Quisiera un remezón en el sistema, que las isapres dejaran de ser una mafia y que los seguros fueran un poco más humanitarios. Reinserción para no quedarme encerrada en mi casa, para salir del encierro y volver a trabajar y vivir. Para volver a caminar sin muletas, para reinventarme. Para recuperar mi independencia, para sanar el cansancio mental y espiritual, para que mi mamá viva en paz, para que mi hija estudie tranquila”.
Publicado en Revista Paula el 28/2/2018 (ver artículo original)