Este georgian pertenece a la prehistoria del colegio, pues cursó sus primeros años de instrucción escolar en el pequeño establecimiento que posteriormente se convertiría en el Saint George.
Egresó en 1946, lo que le privó de asistir a dos hitos importantes en la historia institucional, como son la inclusión de las mujeres y la mudanza definitiva a La Pirámide.
Pionero de la psicología en Chile, Julio Irarrázaval es ya todo un patrimonio cultural del colegio.
Vino a este mundo en el seno de una familia numerosa. Ha hecho tantas cosas en 92 años de vida como tantas son las cosas que ha escuchado y visto, que al final no queda más que hacer una presentación sumaria de su persona: Julio Irarrázaval, viudo desde mediados de este año 2021, psicólogo y constructor civil de la UC, genealogista aficionado, noveno de entre diez hermanos (único sobreviviente de todos ellos) con diversas habilidades artísticas, además de ser la primera generación de georgianos, de esos que forman parte de la prehistoria del colegio.
“Yo entré a un colegio pequeñito llamado Little Flower que estaba ubicado en Amunátegui”, comenta don Julio. “Así se llamaba antes de convertirse en el Saint George. En mi tiempo teníamos puras monjas de profesoras. Los curas gringos vinieron mucho después”, agrega, mientras sus sobrinas Carmen del Valle y Angélica Palma le ayudan a arriar los recuerdos en color sepia que, cada vez más rebeldes, suelen dispersarse en lo ancho y largo de su memoria.
Julio Irarrázaval junto a sus sobrinas Carmen del Valle y Angélica Palma.
- ¿Cómo era el colegio que dio origen al Saint George?
- Era un colegio chico. Recuerdo un central rodeado de edificaciones por los cuatro lados, de un solo piso. Teníamos puras monjas en un comienzo”, añade Julio Irarrázaval, cuya atención se deja cautivar por donas, galletas y té.
-¿Le gustó el colegio en Pedro de Valdivia? -le pregunta Carmen-.
-¡Pero claro! Llegamos al fin a un colegio con cancha de fútbol y cancha de básquetbol -recuerda don Julio.
-Y usted, ¿jugaba fútbol o básquetbol?
-Nunca jugué a ninguna de las dos cosas -dice, desatando las carcajadas de sus sobrinas-. Me cargaba hacer ejercicio. No era bueno para el deporte, pero me parece que es mejor tener una cancha que no tenerla -agrega.
Como toda persona que se acerca a un siglo de vida, Julio Irarrázaval Donoso es un patrimonio cultural vivo; y lo es no ya sólo para el colegio, sino para un país completo: nació en 1928 -cuando gobernaba Carlos Ibáñez del Campo- fruto del matrimonio entre Joaquín Irarrázaval Larraín y Ana Donoso Foster, siendo el noveno de diez hermanos. De hecho, es el único sobreviviente de todos ellos.
Estamos hablando de un georgian que cuenta apenas un año menos que la policía de Carabineros, quien vino a ver la luz en uno de los periodos más convulsos de la historia de Chile. De hecho, Julio Irarrázaval jugaba con sus carros de madera cuando el mundo se hundía en una terrible recesión global y en Chile se terminaban de cerrar las salitreras. En tanto, el nazismo proliferaba aquí y allá…
“En esos tiempos íbamos a colegio y lo pasábamos muy bien. Éramos como 25 alumnos por sala”, dice don Julio, despreocupado de un contexto que ni siquiera llegó a inquietarlo cuando le tocó vivirlo. Recuerda que por entonces la radio era el medio de comunicación de moda. Tenía 11 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. “Pero a mí me importaba nada todo eso. Era un niño. Y a esa edad uno vive con la cabeza en otras cosas”, señala el tío Julio.
-¿Y usted recuerda a algunos compañeros por esos primeros años?
-Imagínese… a ver -se esfuerza don Julio en escudriñar en la memoria-. Fernando Rosas Vial. Era un gran amigo mío además porque vivíamos muy cerca uno del otro. Jorge Cánepa, el cura, era otro compañero de cuando me quedé pegado en segundo año.
-¿Repetiste, tío? -pregunta, sorprendida, su sobrina Angélica-.
-Claro. Era distraído, disperso, pero no palomilla… Al final salí en el ’46 del colegio.
-¿Y usted conoció el nuevo colegio en el sector de La Pirámide?
-Una vez fui. Me invitaron… no sé para qué, esa es la verdad. Era un almuerzo. Lo encontré bonito -afirma don Julio, quien recuerda súbitamente a otros compañeros que marcaron su paso por el Saint George-. Me acuerdo de Germán Molina, de Enrique Barriga... ¿Se habrá muerto Enrique Barriga? -pregunta con naturalidad un hombre consciente de un destino tan cercano como ineludible, a lo que sus sobrinas responden encogiéndose de hombros-. César Herranz, otro compañero… Bueno, en realidad conocí a tanta gente en todo ese tiempo, que al final uno se olvida. Soy tan reviejo.
-¿Recuerda a algún profesor?
-Había algunos muy característicos. Uno de ellos era Erazo, por ejemplo. Exageraba en todo, pero era muy buen profesor de matemáticas, y muy preocupado. Los profesores de mi tiempo eran personas muy tranquilas. Uno siempre podía hablar con ellos.
UN POCO REBELDE, COMO TODO GEORGIAN
En un momento de la conversación sale a la luz un dato clave en la historia del Saint George: el aniversario número 50 de la inclusión de mujeres en sus aulas.
-¿Y eso pasó el ‘71? -pregunta don Julio.
-Claro poh, tío -responde Angélica, a lo que su tío Julio responde con un leve resoplido en señal de asombro por la velocidad y silencio con que corre la vida.
Le preguntan si no hubiera querido tener compañeras cuando fue alumno del colegio. Don Julio Irarrázaval responde que no, que en aquellos años había otras miradas, otros significados. “En ese tiempo uno no se preocupaba de esas cosas”, señala, recordando que la segregación por sexos era cosa natural, incluso deseable para sostener la estructura de sociedad de ese entonces. Julio Irarrázaval Donoso egresó del colegio el ’46 y entró a estudiar construcción civil en la Universidad Católica, y luego a psicología, carrera inexistente en la casa de estudios para cuando dejó el colegio.
-Pero antes pasó algo -le recuerda Carmen, como invitándolo a participar de un acertijo.
-¿Qué cosa? -responde, confundido, el tío Julio.
-Que hiciste el ‘servicio’, poh. Cuéntale cómo te fue, tío -añade Angélica.
-Ah, de veras.
El gesto de tío Julio refleja que aquel episodio le provoca más risa que orgullo. “Usaba plantilla por pie plano, que me había dado resultado en el colegio eximiéndome de hacer actividad física… Pero igual los militares me dejaron adentro”, recuerda.
“El regimiento estaba en avenida Bilbao y duré como una semana. Un día llegó un oficial y me dijo que el Ejército ya no necesitaba tenerme ahí”. Todos ríen, incluyendo el tío Julio, quien se declara una persona enteramente extraña a la cultura castrense. “Y al final tuve que llamar por teléfono a la casa para que me fueran a buscar y me llevaran la ropa. Hablé con mi mamá, que ya había enviudado del papá, y ella mandó a mi hermano Alfonso. Esa fue mi corta experiencia militar”, añade.
-Es un poco rebelde, como todo georgian -comenta Angélica.
-Depende de qué se entienda por rebelde -le responde tío Julio.
-¿Y cómo lo pasó esa semana? -le pregunta Carmen.
-No lo pasé mal, pero fue una pérdida de tiempo. Consideraba que todo eso era una tontería.
Y la tontería cuesta tiempo que bien se podría destinar para otras cosas. Y sus inquietudes iban por el lado del estudio. La construcción civil llegó a su vida empujada más bien por la inercia de la tradición familiar. “Hice hartos trabajos de construcción, pero después llegó la psicología. Es bonita la psicología. Fui uno de las primeros en llegar a la recién inaugurada carrera de psicología de la Universidad Católica, allá por los ‘50”, dice. “Es que a él le gusta analizarnos a todos”, señala Angélica, a lo que tío Julio responde que no, que no es así, que más bien son ellas las que lo analizan.
-El tío trabajó en el Patronato Nacional de la Infancia, pero siempre ad honorem -señala Angélica-. El tío trataba al Miguel Ángel, este niño que decía ver la Virgen en Peñablanca.
-¿A quién? -pregunta tío Julio.
-A Miguel Ángel, el niño que veía a la virgen.
-¿En serio?
-Sí pueh -interviene Carmen.
-¿Veía a la Virgen? -pregunta tío Julio.
-Eso decía él. Iba un montón de gente a ver las visiones de Miguel Ángel.
La conversación se atasca en el olvido, y sólo se reactiva con otras preguntas, otros temas.
-¿Ha vivido siempre en Chile, don Julio?
-Sí. Claro que he viajado harto, pero siempre he vivido aquí -responde tío Julio.
-¿Cómo ha cambiado Chile a lo largo de todos estos años?
-Nada. Es siempre igual. La vida en provincias no ha cambiado nada.
-¿Y la gente?
-Está más fantoche. Veo al chileno un poco agrandado. Antes no era así.
-¿Y lo mejor?
-Hoy día las personas tienen más temas de conversación. En general se ve un país mejor en cuanto a formación -responde tío Julio, consciente del carácter más “cosmopolita” del Chile actual.
-Tiene una visión muy positiva y optimista de Chile, más que la que una misma tiene -opina, a su tiempo, Carmen, a lo que tío Julio asiente, asegurando que en Chile se exagera mucho.
Ambas sobrinas retoman el asunto de Miguel Ángel Poblete. Le relatan los cambios que experimentó en su vida personal, el desmoronamiento de la ficción que lo hizo saltar a la fama, su trágico final producto del alcoholismo. Ha pasado tiempo también sobre esos hechos, y él acusa un olvido completo sobre el tema. En la viudez se ha vuelto completamente absurdo cualquier intento por forzar recuerdos que escapen a su esposa, con quien contrajo nupcias en 1961, un año antes del Mundial de Fútbol disputado en un Chile no sólo más provinciano, sino más sencillo y más austero, como ha sido el mismo Julio Irarrázaval a lo largo de su vida, aun cuando reconoce haber gozado de cierta holgura económica desde su más tierna infancia. Sus sobrinas asienten con la cabeza, reforzando lo que su acogedor departamento nos sugiere: “El tío siempre llevó una vida muy sencilla. Fue siempre muy generoso. El tío podía trabajar gratis para algunas instituciones”.
Es un hombre tradicional don Julio, a la antigua, de los que se ponen de pie para saludar y que optan por reservarse los momentos íntimos más queridos. De su esposa comparte sólo un recuerdo a lo menos singular: dice que conducía muy bien, cosa que a él le desagradaba mucho hacer. “La tía Eugenia murió hace muy poco”, recuerda Angélica, añadiendo enseguida que “el tío a veces se olvida de que falleció”.
-Pero está bien de salud. Nosotras estamos aquí, cuidándolo y malcriándolo -indica Carmen.
-Dicen que si Dios no te da hijos, el diablo te entrega muchos sobrinos -añade Angélica.
-Vieras tú el cumpleaños que le celebramos cuando cumplió 90 años. Éramos como 150 personas. El tío tiene como cien sobrinos-bisnietos -sostiene Carmen, quien mira al tío Julio disfrutando una dona rellena con manjar.
“Lo mejor de la vida es vivir. Yo me dediqué a eso quizás porque precisamente venía de una familia que tenía una buena situación económica”, reflexiona, agradecido de una vida que no siempre se comporta generosa con todos. Y resulta que vivir es un verbo presente, consistente únicamente en disfrutar un té con donas y galletas mientras mira desde su departamento a los patos del Club de Golf pululando y graznando a través del verde césped, totalmente despreocupado del ocaso, precisamente porque mientras más cerca se encuentra la noche, más cerca siente a Eugenia, su compañera en esta vida.
-¿Cómo será la vida allá arriba, tío? -le pregunta Carmen, esperando una respuesta sabia de su tío.
-Quizás. Ahí veremos -concluye, con serenidad, el más old de los georgians.