Por Eugenio Tironi (OG 1969)*
Hace unos días, tuve el honor de hablar en nuestra conmemoración de los 50 años de egreso de mi generación que, debido a la pandemia, se volvieron 53. Recordé mi discurso 20 años antes, en nuestra celebración de 1999, sobre la importancia de la amistad, de su valor, de su escasez, especialmente cuando el camino de la vida se hace más estrecho y empinado, cuando la soledad se vuelve una sombra que ya no nos persigue, sino que se nos adelanta. Creo haber dicho —y si no lo dije entonces, lo digo ahora— de lo robustos que son esos lazos que creamos cuando niños y adolescentes. Son lazos gratuitos, basados en vivencias, descubrimientos y gozos comunes; en el hecho de haber compartido el miedo ante un mundo exterior amenazante.
Ese trauma primigenio, que me dejó marcas indelebles, lo compartí con ustedes. Esto crea una complicidad inextinguible. En la ocasión anterior me parece haber hablado también del perdón. Del perdón que nos debíamos por las heridas que nos infligimos entre nosotros, dominados por la pasión ideológica de fines los años sesenta. La polarización de entonces nos partió como un cuchillo. No creo que valga la pena volver sobre esto. Podemos decir que entre nosotros sí nos hemos reconciliado. Ojalá otros grupos de la sociedad chilena siguieran nuestro ejemplo. O, para ser más modestos, que nosotros mismos, con las fuerzas que aún nos restan, ocupemos nuestra propia experiencia para ser agentes de reconciliación. Nos haría bien a nosotros… y le haría bien al país.
Bien, ¿y de qué hablo ahora, 24 años después? Lo haré sobre lo primero que se me vino a la mente cuando me pidieron escribir estas palabras: de la vejez y la muerte. Me guío por Montaigne, quien sostenía que “no debemos temer a la muerte, sino a no haber vivido lo suficiente.”
Para envejecer y morir bien me parece necesario mantener una actitud de apertura hacia las nuevas generaciones: mis hijos, mis colegas, quienes nos gobiernan. Tratar de comprenderlas, no juzgarlas; buscar ser empáticos, no rencorosos; gozar con sus éxitos, no minimizarlos ni banalizarlos.
Esto me parece también parte del espíritu georgiano: no mirar el futuro por el espejo retrovisor, no encasillarse en la nostalgia para, desde ahí, lanzar dardos al presente. Esto me ha llevado a no situarme en la galería esperando que los jóvenes fracasen, como si necesitara de su descalabro para alimentar mi propio ego. Me pasa exactamente al revés: me satisfaces sus logros, así como sus rectificaciones, porque ello confirma que lo hicimos bien. ¿Qué un día nos criticaron y rechazaron, o nos miraron con desdén y superioridad moral? Sí, igual como lo hicimos nosotros con nuestros padres. Es la ley de la vida: nada crece sin romper el cascarón.
La forma de ser inmortales no es intentando inútilmente prolongar nuestra propia vida: es manteniéndonos cerca de los jóvenes; es asumiendo que “cada generación es una nueva nación”, como decía Tocqueville. “Mi progreso es haber descubierto que ya no estoy progresando”, escribió Sartre cuando cumplió 59 años.
Ya no veo delante de mí nuevas metas, nuevas cumbres. Me basta con estar donde llegué, y animar a quienes ahora les toca tomar la posta en el perpetuo juego del mundo. Es algo que a los georgians nos cuesta, lo sé; pero no quiero ya seguir invirtiendo ciegamente en lo que vendrá. Ni creer que sólo yo tengo la respuesta, ni que el futuro debe ser la copia del pasado.
Recuerdo la escena de una novela de Vila-Matas. Unos viejos, que debían haber tenido la edad que tenemos ahora, están reunidos en su tertulia habitual. Me parece que era en Portugal —y si no fuera así, me parece un buen lugar para la historia—. Uno de ellos, que recién había sido dejado por su esposa, declara que desea abandonarlo todo y viajar a lugares que siempre ha querido pero no ha podido conocer porque a su mujer no le gustaba viajar. Entonces uno de los amigos, que lo ha escuchado con atención, le dice: “nunca hay que viajar adonde no se ha estado antes, porque trastorna: hay que volver donde ya se ha estado”. Lo mismo pasa con la amistad: “hay que volver donde ya se ha estado”. Por eso estamos aquí: para volver a donde ya hemos estado para revivir nuestra amistad. En esto no hay que dejarse engañar: revivir es tan excitante como descubrir.
* Eugenio Tironi Barrios es sociólogo, ensayista, empresario y consultor chileno. Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica. Columnista regular del diario El Mercurio.